jueves, 16 de abril de 2009

Sin Palabras.




Sus pasos resonaron lúgubres, metálicos, sobre los duros empedrados de la estación de Santa Clara, vacía y oscura, pero aún con estrellas, aquella madrugada.
Caminaba firmemente, grácil y segura, aún sobre aquellos tacones de vértigo.
Se acercó hasta mí.
Sus ojos, con aquel mirar de eternidad perdida, se posaron en los míos, dolorosos y fijos.
Nada dijo. Frente a mí, con sus manos largas y pálidas cruzadas sobre el pecho, parecía esconder un profundo, infinito desconsuelo.
El gris acero de sus ojos pareció quebrarse durante unos segundos.
Quise abrazarla, acariciarla con suavidad y ternura, como nunca antes, pero no pude moverme.
Sentí crecer en mi pecho, el deseo irrefrenable de llorar, caer rendido a sus pies y mendigar su perdón.
Pero no lo hice.
Tan sólo miré por última vez su rostro sin adornos, sus labios despintados.
El pitazo cruel del tren me hirió, como una puñalada.
No habló. Ni se movió. Me miró solamente, con hondura, tristeza. Y nada más.
Yo giré lentamente y abordé el viejo tren, que ya partía.
Nunca más la he vuelto a ver.
Pero jamás la he olvidado.





(Fragmento de Tangos Para Una Despedida)

No hay comentarios:

Publicar un comentario