jueves, 23 de abril de 2009

Saudade en Otoño.




El Otoño hizo su entrada por la calle mayor, a paso lento, caracoleando, jugó con las hojas dispersas y atravesó la ciudad -quizás riendo para sus adentros- se entretuvo pintando de ocre los árboles que encontró a su paso y los pastos y cardales hasta la breña de los cerros más allá del horizonte.


Luego extendió su manto largo como noche fría.
Y todo quedó vestido, como de sepia, dormido.
Se coló por las rendijas de mi habitación vacía.
Hasta llegar a mis huesos y al corazón dolorido.

Y el cielo se viste ahora con traje de sombra gris. Sólo las piedras del río guardan el verde del musgo y el rocío se derrama sobre la noche y el alba.
No sé por qué será, pero me agrada.
A mí me gusta Abril.
Con sus atardeceres pastel y anaranjado, con el suave rumor de la hojarasca y el frescor que tiñe el aire y el ambiente.

El cierzo de las calles me lleva hasta la infancia y el frío matrero de los amaneceres de Mayo, me hace evocar aquel niño lluvioso y callado que caminó estas calles que ahora yo camino.

Por los mismos senderos pero en tiempos distintos.
Todo cambia. Las calles han cambiado, la ciudad ha cambiado y yo también, es cierto.


Pero el Otoño es el mismo. El que me trae aromas de evocación y nostalgia.
El que ha pintado las nubes.
El cielo de blanco y gris.
Pintó hasta mi corazón.
Mi corazón y mis sienes, pintadas de Otoño están.

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